Sobre la exposición “Superficies de conspiración” – (Walter Andrade, Patricio Gil Flood, Paula Massarutti y Paulina Silva Hauyon) – Galería Die Ecke – Barcelona
¿Es posible conspirar en la superficie? ¿Acaso la conspiración no supone condiciones subterráneas? ¿O será lo confabulado a plena luz del día aquello que corre menor riesgo de ser descubierto? Toda superficie es sospechable pues toda superficie oculta algo. Para la noble tarea de la conspiración hace falta un grupo de personas, los conspiradores. Éstas esmeradas arañas, autoconvocados en recónditos lugares, tejerán con argucia y pericia técnica estrategias en pos de capturar lo anhelado, y esos lineamientos delgados y en el borde de lo invisible, suspendidos en el aire, insinuando su estructura perfecta, siempre serán frágiles. Reconozcámoslo: lo atractivo de una conspiración es que esa fragilidad, si es impecable, una vez puesta en práctica puede hacer tambalear hasta el derrumbe al gigante más poderoso.
Quizás el ejemplo más sublime de conspiración que ha dado el siglo XX es el de Philippe Petit, el extraordinario funambulista que, en 1974, tras seis años de pergeñar con sus cómplices el ambicioso operativo, unió las Torres Gemelas de Nueva York con una cuerda y caminó en delicado equilibrio sobre ella, atravesando varias veces el vacío entre los ursos arquitectónicos. Ante la visión de un hombre deslizándose grácil y tranquilamente por la cuerda floja a 409 metros de altura, en una actitud que no dejaba entrever ningún esfuerzo sino puro placer, cientos de atónitos espectadores involuntarios cayeron presos de la extrañeza. No sabían si se trataba de un pájaro, de un loco ó de ambas cosas. La gratuidad absoluta del acto, el absurdo de una obsesión llevada a su extremo y condensada en unos pocos minutos de plena poesía convertía a la situación en un evento excepcional e inolvidable. Un acto frágil y preciso grabado para siempre en la memoria de una ciudad.
Herederos indirectos del gesto de Philippe y su equipo, cuatro artistas – o cuatro conspiradores – se encuentran hoy para llevar a cabo, cada cual, a su modo, el atentado a la imagen y a la palabra.
Walter Andrade cala artesanalmente una guirnalda de papel que deletrea una promesa: “Este momento nos mantendrá juntos por siempre”. La vida útil de esta promesa se ajusta a la duración de la guirnalda. Pensemos en una fiesta y será fácil visualizar el lento devenir de las guirnaldas: primero rozagantes y dibujando curvas firmes desde el techo, horas después desprendidas por partes, rompiéndose y ajándose en el ajetreo y, por último, tiradas en el suelo, pisoteadas ó pendiendo titubeantes de una chinche. Triste imagen del fin de fiesta. Melancolía de comprobar una vez más que los sentimientos y las cosas tienen fin. La obra que Andrade nos presenta, una promesa curva confeccionada amorosamente con hilo y papel, es esa sonrisa que se vuelve tiesa, en un rictus de felicidad forzada, al posar para una foto durante demasiado tiempo. Pocas veces tomamos conciencia de la eternidad como en esos segundos de pose frente a la cámara. Y un poquito de espanto se nos cuela entre los dientes. Pero ahí estamos y ahí seguiremos estando, sonriendo estoicos como la primera vez, por los siglos de los siglos, durante cada segundo de la eternidad.
Toda la información escrita fue anulada en las portadas de vinilos de Patricio Gil Flood. Una capa de tinta negra silencia los datos para que el protagonismo recaiga en la imagen. Así, la imagen se convierte en algo para descifrar, un secreto que nos interpela impasible y desafiante desde su mutismo. ¿Qué hay detrás de la imagen? ¿Qué hay adentro de la imagen? La superficie que antes informaba y anunciaba, ahora oculta. Intuimos que hay música encerrada en los sobres porque el tocadiscos está cerca, listo para entrar en acción. Pero ¿si se tratara de una trampa? ¿Si adentro no hubiese nada? ¿Si nos esperara, en lugar de la sorpresa y el sonido, un sobre vacío lleno de silencio? Si es así, nos preguntaremos por qué la imagen no fue suficiente, por qué tuvimos que buscar más allá de las montañas cobrizas. La desilusión es el lado B de la ilusión, no lo olvidemos. En cualquier caso, la banda sonora es una posibilidad y convertirnos en actores de la película será sólo cuestión de fe.
Hollywood siempre estuvo cerca. Penetró en nuestro living, en el dormitorio y en la cocina a través de los rayos catódicos. Paradójicamente, Hollywood no deja de estar lejos, en otra galaxia, orientando nuestras fantasías muy al norte. El monte Olimpo hace rato se ha mudado a Los Ángeles y tiene cartelera. Inconfundible tipografía del paraíso en la tierra. Maurizio Cattelan entendió muy bien que el paraíso es un fenómeno democratizable cuando replicó la cartelera en Palermo, Italia. En este gesto paródico y provocativo se agazapa el sabor amargo de la desilusión. Recordemos épocas navideñas, cuando pululan cientos de Papás Noel por las calles y comercios, algunos medios zaparrastrosos, otros demasiado flacos, y en esa galería de espejos deformantes el original se debilita y pierde crédito. La omnipresencia, vuelta visible, se transforma en un mal chiste. Paula Massarutti, suspicazmente, toma la fotografía de la instalación de Cattelan, borra el paisaje, se queda con la dichosa palabra y la espeja en negro sobre negro, con un sutil contraste marcado por la diferencia de brillo. Al invertir la palabra muestra su lado siniestro y nos recuerda que toda lectura es doble. Si la fuga es hacia el pasado, la promesa, desprovista de futuro, se desmorona. La otra cara del paraíso es su réplica ensombrecida.
Que el sol ilumina es una obviedad. La luz revela la fisonomía de las cosas, las texturas, los volúmenes, los colores. Pero el mismo sol, a distancia de Ícaro, enceguece y derrite. En la fotografía de Paulina Silva Hauyon hay un sol sobre un rostro. Un rostro-sol. ¿Qué originó el destello? Esto nos inquieta. Arrojar luz sobre el misterio parece ser una frase inadecuada en este caso. El misterio aquí es el exceso de luz. Ensayemos hipótesis: podría tratarse de alguien cuyo rostro, en el instante de ser eternizado, se transforma en pura luz inasible. O tal vez este rostro dispara un flash para retratarnos mientras intentamos apresarlo. ¿Es la cámara un arma que dispara luz? ¿O es el rostro ajeno un arma refulgente que nos vuelve ciegos? No lo sabemos. Lo que sí comprobamos es que este destello anula las facciones. Si brillas demasiado me encandilarás y no sabré nada de ti, podríamos decirle a cada estrella de rock, a cada estrella de cine sumergida en el anonimato de su fama.
Philippe Petit jamás imaginó que su atentado artístico se convertiría paradójicamente en una profecía: 27 años después, un atentado de otro calibre acabaría con las Torres Gemelas en un disparo certero al corazón del poder. En el arte, los disparos no cobran víctimas, pero son capaces de cambiar radicalmente el paisaje.
Walter Andrade, Patricio Gil Flood, Paula Massarutti y Paulina Silva Hauyon exploran las aristas de la ilusión, el ocultamiento y la paradoja. Las armas que cada uno elige son distintas, pero confluyen y se interceptan en una misma sintonía. Y, como los espejismos en el desierto, en su conspiración poética el objeto del deseo se escabulle y resbala en la superficie para llevarnos todavía más lejos.