Publicado en texto de sala de la muestra “Línea de producción”, de Paula Massarutti en el Museo del Ladrillo, La Plata, noviembre de 2014
¿Qué experiencias se han impreso en estos cuerpos entrelazados entre máquinas y equipamientos? ¿Qué sentidos latentes impugna la comunicación no verbal de la mímica? ¿A qué rostridad del poder responden los cuerpos presentados a través de sus movimientos planificados?1 ¿Qué efectos transportan estas “cadenas humanas” agenciadas en una fábrica? Entre la Edad Media y el Renacimiento, los autómatas, máquinas que imitan la figura y los movimientos de un ser animado, adquirieron valor y prestigio en las casas reales europeas. Leonardo da Vinci realizó una a pedido de Francis I, rey de Francia, con el fin de mejorar las conversaciones de paz entre el rey y el papa León X. El regalo en cuestión fue un león-máquina, que mediante diferentes artificios –imagino malabares torpes y atolondrados– anduvo por las habitaciones del palacio hasta abrir su pecho lleno de flores en señal de amistad. Aquello que siglos después llamamos robot o androide y vimos hasta al hartazgo en las monstruosidades que ofrece la ciencia ficción, en un tiempo pasado –en el que se sentaron las bases para un capitalismo a escala planetaria– fue un objeto garante de poder, al igual que un ornamento, una esposa o una porción de tierra. Pero, ¿qué sucede si el ser animado imita una máquina que ya no está? Donna Haraway, autora de Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, desde una escritura feminista y posidentitaria retoma la idea de cyborg, “(…) una criatura híbrida compuesta de organismo y de máquina […] compuestos, en primer término, de humanos o de criaturas orgánicas tras el disfraz –no elegido– de la alta tecnología […] capaces de trabajar, desear y reproducirse.”2 El mundo cyborg, como metáfora visual, es un mundo generado por afinidades, no identidades, donde es posible vivir juntos, sin miedo al nexo comunal que nos une a los animales y a las máquinas. Un mundo de criaturas fronterizas que desestabilizan las narrativas biológicas, tecnológicas y evolucionistas de Occidente perfectamente articuladas en el orden biopolítico de los cuerpos. Los aportes de Haraway han sido centrales para pensar a los cuerpos (nuestros cuerpos) como un terreno de lucha política, es decir, corporalidades que manifiestan una tensión constante ante el proceso identificatorio y normalizante que ejerce el régimen heterosexual.3 Al fin y al cabo, ese mismo régimen que en otro nivel estableció los lineamientos de un sistema económico excluyente también constituye una empresa sexo-genérica. Los cuerpos cuidadosamente registrados y montados por Paula Massarutti también son políticos y lindan en ese umbral de opacidad inestable entre la máquina y lo viviente. Están afectados entre sí por las huellas de un pasado aparentemente idílico (de “bienestar”) que edificó los cimientos necesarios para la tecnificación de la vida y un presente –conjugado por los marcos discursivos de la innovación y el desarrollo– empecinado por distanciarnos, aún más, de ese espacio de libertad que nos otorga la capacidad de crear, de fugarnos e inventar un mundo de posibles.
1 – Sobre equipamientos de poder, véase: Félix Guattari, Líneas de fuga. Por otro mundo de posibles, Primera edición, Buenos Aires, Cactus, 2013.
2 – Donna Haraway, Ciencia, cyborg y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Primera edición, Madrid, Ediciones Cátedra, 1995, p. 62.
3 – Los textos de Michel Foucault y Monique Wittig constituyeron un marco teórico fundamental para el desarrollo de las teorías queer y posidentitarias.